El Oumuamua

Mírame, mírame… ¡Mira qué grande se ha hecho el monstruo en mi interior!
Klaus Poppe – El monstruo sin nombre.
La primera vez que la familia Prama llegó a la vieja casona, bautizada como «mansión Olecot» por su residente anterior, fue a principios de otoño. La mansión consistía en una estructura de dos plantas con una escalera central; distribuida en un número considerable de ambientes y que abarcaba una longitud importante. Yo vivía allí desde su construcción a principios de siglo, aunque llevo en estos campos desde que tengo memoria, hace más tiempo del que cualquier hombre pueda recordar. Los señores Prama parecían ser gente de bien, de carácter afable y bastante elegantes (como han sido prácticamente todos los residentes de la casa, valgan verdades). Pero lo que más me llamó la atención fue su pequeña hija, una hermosa niña de cabello castaño y penetrantes ojos amarillos.
Todos los que han residido aquí tienen una tendencia al ostracismo, puesto que el pueblo más cercano se encuentra a unas millas de distancia, atravesando el bosque por un camino sinuoso y a medio construir. Al principio, quizá por mi timidez, no intenté comunicarme. En el pasado, antes de que se construyera la casa, existía en estos terrenos una pequeña comunidad rural con casitas de madera y techos de tejas que hoy contrastarían con la imponente mansión de la colina. A veces, cuando los hombres se dedicaban a la siega, yo silbaba con el viento, hacía sonar las castañas, o movía las hojas de los árboles. Solo así se percataban de mi presencia, aunque apenas y me prestaban atención.
No fue sino hasta mucho después en que me di cuenta que los niños sí podían verme, y desde entonces he tratado de relacionarme con ellos. Río abajo, las madres lavaban sus ropas en enormes rocas moldeadas con forma de batea; tarea para la cual llevaban a sus hijos para que las acompañen jugando entre ellos. Yo aprovechaba cualquier oportunidad para acercarme, pero en cuanto las lavanderas se percataban de alguna extrañeza, rápidamente los llamaban a su lado. El problema no cambió cuando se construyó la mansión.
A lo largo de los años, varias familias han residido en este lugar, y aunque la mayoría tenían hijos pequeños, frecuentemente se asustaban, gritaban y lloraban apenas trataba de acercarme. Cuando pienso en retrospectiva, quizá sea por mi causa que nadie ha querido vivir aquí prolongadamente. Hasta que un día llegó el señor Olecot. Él no era capaz de verme, sin embargo era un anciano muy alegre que canturreaba por las mañanas y nunca descuidaba su labor de regar las plantas, así que yo me lo pasaba muy bien acompañándolo de cerca. A veces yo tiraba alguna cosa al piso para llamar su atención, como un libro, y en lugar de darle miedo, él lo recogía con una sonrisa en el rostro para luego ver en la dirección en que yo estaba. Puedo asegurar que él me sentía. Pero un día él desapareció, dejándome sin nadie nuevamente. A esas alturas ya había perdido toda esperanza de contar con un amigo, estaba destinado a la soledad. Pero algo en esa niña me conmovió de inmediato.
Tiempo después, me enteré que los Prama solo estarían allí por una pequeña temporada, en lo que los padres decoraban la mansión y terminaban de repararla para después venderla (al parecer se dedicaban a eso). La niña recibía clases en casa con una tutora, a la que el padre traía desde el pueblo y la regresaba en coche todas las tardes. Un día en que la niña, después de sus clases, se encontraba sola en la biblioteca, me le acerqué finalmente. Aunque al principio soltó un pequeño gritito, seguramente inaudible por la madre que dormía en su alcoba, me devolvió la sonrisa inmediatamente. Empezamos a conversar:
—Por favor, no te asustes —le dije—
—Perdóname. ¿Tú quién eres?
—Vivo aquí. Desde hace mucho. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Sastia. Tienes una apariencia muy curiosa, te pareces al Oumuamua.
– ¿Al qué? —pregunté intrigado—
— Al Oumuamua. Es de una vieja historia que mi madre me contaba antes de dormir cuando era pequeña. Una criaturita del bosque a la que le gustaba jugar con niños, aunque solo se le presentaba a los que se portaban bien. Tenía los ojos saltones y la boca grande, además de ser muy peludo. Exactamente como tú. ¿Eres el Oumuamua, cierto?
— Sí, ese soy yo.
Aunque conocía los nombres de los humanos, nunca pensé tener uno para mí, así que me puse feliz. Jugábamos siempre que ella terminaba sus clases, quería aprovechar todo lo posible hasta que partiera. Hacíamos de todo: las escondidas, fiestas de té, e incluso nos tirábamos por largo rato sobre la alfombra para que me leyese. Aunque no era capaz de tener contacto directo con los seres vivos, sí podía mover los objetos. Me preguntó si debía presentarme a sus padres, pero le respondí que ellos no podrían verme. «Tienes razón, solo los niños vemos al Oumuamua. Como me ven hablando sola, creen que tengo un amigo imaginario, pero sé que tú eres muy real».
La mansión estaría lista dentro de poco, por lo que no quise despedirme de Sastia sin antes mostrarle mi juego favorito. Consistía en correr hacia la ventana del mirador del segundo piso, y saltar por ella para caer encima de la hierba alta. La sensación era increíble. Sastia se mostró indecisa, pero finalmente se animó después de que le asegurase que yo siempre lo hacía. Al caer, se oyó un sonido seco. Un líquido rojizo empezó a brotar abundantemente de su cuerpo. No respondía. Me empezó a faltar el aire, junto a una opresión horrible en el pecho que fue apoderándose de todo mi ser. Cuando desperté, hace unas horas, el charco aún se encontraba en el lugar donde Sastia había caído, pero ella ya no estaba allí. Tampoco los padres están en la mansión. Otra vez la soledad. Espero que no dure demasiado. ¿Tú puedes verme? ¿Oírme?