Marcus Bulligan vende Anticiteras

por patrickjmacosta

No puedo ir tras de ti

al otro lado del río

porque no hay río

que nos separe

ni cambio

que nos invite

ni agua

que atrevesar.

P

e

r

o

s

i

voy en busca de los aromas de la noche,

pequeña,

estática de torres viejas,

campos de postes caídos,

encuéntrame ahora,

cómplice,

en el aroma de la noche sin río,

sola,

porque la tierra sube y no hay

agua

que nos separe,

ni río

que nos invite

ni cambio

que nos impida

estar.

Al norte de los ríos del futuro, Jerónimo Pimentel.

ENÉRGICO, Marcus Bulligan* se abalanzó sobre la mañana con un duchazo de agua fría. Después de vestirse rápidamente y de un desayuno improvisado que consistía en un par de huevos revueltos, un poco de pan tostado, y café pasado que él mismo programó la noche anterior —en aquella vetusta cafetera que pedía jubilarse a gritos—, salió con decisión del habitáculo del 1403 de Greenwich Avenue**, rumbo a lo que sería, por fin, su primer día como vendedor de Anticiteras.

Durante su periodo de capacitación en La Compañía, le dijeron que, por sobre todo, tenía que apegarse a dos reglas: la primera, y más importante, la de nunca usar el aparato para sí mismo. Si él la incumplía lo despedirían al instante. La segunda consistía en vender, como mínimo, un aparato al día. Cada vez que vendía uno —le dijeron también—, tendría que acercarse a la oficina central de La Compañía, abierta las 24 horas, para recibir un reemplazo. Es por esto que Bulligan cargaba un solo maletín, donde guardaba una única Anticitera —por políticas de seguridad—. De faltar a esta regla, su contrato estipulaba que quedaba automáticamente sin trabajo. Aun con condiciones tan severas, la paga era realmente buena, por lo que, desempleado como estaba, no lo pensó dos veces y siguió el consejo de un antiguo compañero del colegio, que le recomendó postularse, mostrándole que a él le iba de maravilla.

Bulligan llegó caminando a una casa blanquecina de dos niveles. Pensó que se veía bastante lúgubre, aunque seguramente fuera por culpa de ese matiz de opacidad que le daba la niebla de la ciudad a las 7 a.m. Se encontraba en un barrio acomodado, concretamente en la urbanización de Waverly Place 2**; incluido en la lista facilitada por La Compañía a los vendedores como uno de los lugares que se consideraban «hotspots», por tener una mayor cantidad de clientes potenciales capaces de costearse uno de los aparatos. Tocó el timbre de la puerta, al tiempo en que una cámara en la parte superior del dintel volteó hacia la dirección en la que se encontraba parado. Escuchó una voz femenina y somnolienta emergiendo de algún lugar, seguramente un micrófono —dijo para sí—, aunque no consiguió ubicar el origen:

—¿Sí?

— Disculpe la intromisión, me preguntaba si puedo robarle unos minutos de su tiempo para hablarle de un adelanto tecnológico que podría cambiar su vida.

— ¿Eh? ¿Sabe usted qué hora es? Dentro de poco tengo que alistarme y salir al trabajo. Lo siento, pero no tengo tiempo.

—Le pido solo cinco minutos para que vea lo que tengo que mostrarle, si después de eso…

—Ya le he dicho que no estoy interesada —dijo en un tono irritado—. Adiós.

—Lo siento. ¿Puedo al menos dejarle mi tarjeta? Si alguna vez quiere una Anticitera, solo tiene que llamarme.

— Espere, ¿qué dijo?

—Si puedo dejarle mi tarjeta.

— No, eso no. Mencionó algo de «anticite…», eso. ¿Es lo que vende?

—Sí, vendo Anticiteras.

Bulligan vio abrirse la puerta, que seguramente ella controlaba de forma remota. Dubitativo, esperó en la entrada a que le autorizara el ingreso.

—¿Qué está esperando? —soltó ella de repente—, entre. Suba al segundo nivel y espéreme en el living, yo iré en un instante.

Bulligan entró en la casa, y vio cómo la puerta se cerraba automáticamente a sus espaldas. No estaba precisamente en una mansión, pero en definitiva se trataba de una casa de clase alta. Pensó que, si todo le iba bien, quizá en algún momento podría tener lujos como esos. E incluso hasta comprarse un aparato para él mismo. Pero primero una casa. Y un auto deportivo. Salió de su ensimismamiento y caminó por el piso alfombrado de una gruesa capa de lo que parecía ser la piel sacada directamente de un oso polar. Aunque intuyó que aquello era imposible tratándose de un animal extinto. Subió por las escaleras de mármol blanco con barandas de vidrio. En el segundo piso, tardó unos segundos en darse cuenta de que tenía que bajar unos escalones para llegar al living que se encontraba a desnivel, lo que le daba la apariencia de una pequeña rotonda en medio de un ambiente más grande pero casi vacío. Se acomodó con cierto recato en uno de los muebles, que también se notaban costosos, como si tuviese miedo de ensuciarlos por el simple contacto de sus pantalones corrientes. Sentía desaparecer toda la confianza que desbordaba al comenzar la mañana, escurriéndose lentamente de su cuerpo para desaparecer en la niebla, que ahora observaba a través de uno de los ventanales, espesa y lejana.

Ella salió de una puerta que parecía responder a algún comando automático; él no había caído en cuenta que en ese lugar se encontraba una, porque estaba completamente mimetizada con la pared. Se levantó del sofá en el que se encontraba apenas sentado, y le extendió la mano:

—Buenos días. Mi nombre es Bulligan. Marcus Bulligan —dijo con la voz un poco temblorosa—.

—Es un gusto. Yo soy Erin***.

Mientras ella se sentaba en el mueble más grande, en una posición totalmente relajada (con gracia y elegancia, le pareció a él), Bulligan elucubraba sus pasos futuros: «si todo sale bien, lo primero que quisiera no es una casa, ni un auto deportivo, ni el aparato, sino a una mujer como ella». Su propia Erin. Aunque luego consideró que tendría que tener todo lo anterior para que eso sea posible. Se detuvo un instante más en la idea y llegó a espantarse por lo superficial de su reflexión. «Aunque no es del todo falso», pensó finalmente. Ella rompió el silencio:

—Pero vamos, hombre, siéntese. ¿Qué es lo me quiere mostrar?

Bulligan volvió a acomodarse como pudo, y sacó el aparato del maletín. Se trataba de una especie de pequeña esfera con una división circular en el medio. La primera vez que la vio creyó que tenía cierta semejanza a la Estrella de la Muerte.

—Entonces esto es…

— Sí, es la Anticitera —replicó Bulligan—. Este es el núcleo, para ser exactos. Supongo que ha escuchado hablar de ella, porque pareció estar interesada cuando dije el nombre.

—Lo que sucede es que mi esposo tiene una. Aunque nunca me ha querido explicar en qué consiste exactamente.

A Bulligan esto le sonó un poco extraño. La Compañía se encargaba de tachar de su lista digital los hogares que ya contaban con la máquina, pero este aún no estaba marcado.

—¿Podría usted ser tan amable de contarme de qué va todo esto? —preguntó Erin—. De verdad me gustaría saber en qué anda metido. Ahora mismo él se encuentra en un congreso en Albión****, pero se llevó el aparatito ese consigo.

—Por supuesto. A decir verdad nosotros vendemos un aparato por familia, ya que tanto las parejas como sus hijos son libres de usarlo hasta en un máximo de tres personas. Si quieren agregar una cuarta, eso tiene un costo adicional. Pero asumimos que las familias que tienen la solvencia para pagar el permiso de un segundo hijo, pueden fácilmente permitírselo.

—¿¡Tres personas!? Somos dos, pero el muy hijo de puta no me deja ni tocarlo. Quise averiguar por Internet pero no recordaba el nombre con precisión. Y no conozco a nadie más que lo tenga.

—Entiendo. En todo caso, no creo que haya ningún problema en que adquiera uno solo para usted. Le explicaré en qué consiste: aunque no nos permiten entrar en detalles sobre la naturaleza del mecanismo (por una cuestión del secretismo en las patentes), una Anticitera es básicamente un simulador de realidad. Como le dije antes, este es el núcleo —dicho esto, cogió la esfera y, agarrándola desde la grieta, hizo que ambas partes se separaran dejando ver una especie de rectángulo oblicuo y transparente en un estado semilíquido, dando la impresión de una cascada en miniatura—. Es como el procesador. Usted se pone estos —le acercó lo que parecían ser unos auriculares inalámbricos que sacó del maletín— y se los pega en ambas sienes, es lo que llamamos «el canal»; se conecta con el núcleo e inmediatamente usted estará en un espacio completamente en blanco que será moldeado por su cerebro. Podrá imaginar prácticamente cualquier situación que desee vivir, pero estará limitado por dos cosas: su experiencia vital en relación a los lugares y personas que conoce, y también su espacio y tiempo, así como la base de datos de la Anticitera, que es bastante amplia y puede recrear fielmente las aproximaciones de su propia mente.

—Ya veo, ya veo —Erin parecía estar más indignada que intrigada—. ¿Entonces puedo simular cualquier cosa?

—Sí, puede simular conversaciones con personas que usted conoce. También viajes, fiestas, o lo que sea que se le ocurra. Las interacciones serán completamente reales, según la personalidad de su interlocutor en su perspectiva inconsciente, y también la información que la propia Anticitera tenga disponible. Así se crea lo que llamamos un «perfil». Aunque lo más atractivo del producto es que puede seleccionar ciertas pautas arbitrarias para que el comportamiento del otro se adecúe a sus propios deseos. Así puede moldear en gran parte una situación, para que suceda lo que usted quiera.

—Ya veo, ya veo —repitió Erin—. ¿Y cuánto cuesta uno de estos chismes?

— 80 mil ETH, una ganga si lo piensa bien.

—¡¿80 mil?! Eso es el doble de lo que cuesta el auto. Y se supone que solo había dinero para uno. Tengo que tomar taxis cuando él no está. Ese maldito bastardo.

— Si le interesa, podemos hacer un sample.

—¡Que se joda! Ven conmigo —era la primera vez que lo trataba de «tú».—

Erin se sacó la ropa y quedó totalmente desnuda frente a sus ojos.

—Haré en la vida real lo que ese desgraciado debe hacer todos los días con su aparato ese. Date prisa, ven conmigo.

Dicho esto, Erin subió los escalones de la rotonda y entró en la habitación de la puerta escondida. Bulligan se encontraba frío de la sorpresa, aunque no podía evitar sentir una poderosa excitación por haber visto sin ropa a una mujer tan espectacular, mostrando sus generosas curvas y atributos, con el cabello castaño completamente lacio que le llegaba hasta la cintura. Bulligan decidió que no podía perder una oportunidad así, porque estaba seguro de que no volvería a presentarse nuevamente en un largo tiempo. O nunca. Fue detrás de ella, pero cuando estaba cerca de la puerta automática algo ocurrió. Todo empezó a desaparecer progresivamente: los muebles, las paredes, incluso la entrada oculta que le permitió vislumbrar a Erin por unos breves instantes en su habitación, una última vez, hasta que su silueta se desvaneció en el aire.

Era el aparato. Había dejado de funcionar. La Compañía se dio cuenta del uso prolongado de una de sus Anticiteras, lo que hizo sonar la alarma, desconectándola remotamente. Bulligan se desprendió de los dispositivos del canal de las sienes, contemplando por un momento la esfera, que ahora se encontraba inerte y ya no desprendía ningún tipo de luz ni movimiento. Incluso la cascada se encontraba estática. Bulligan recordó algunos momentos de su infancia y adolescencia —esta vez fuera de toda simulación—, pero lo único realmente presente en su memoria era el rostro pálido, la figura esbelta, y el cabello castaño de una mujer. Pensó en lo real que era la simulación, que incluso adivinó que ella jamás lo reconocería aunque lo viera; la forma en que su mente llenó los vacíos para recrear la casa donde vivía, cuya fachada solo llegó a atisbar desde lejos. Sabía por el GPS incorporado en el aparato que era solo cuestión de tiempo. Se detuvo por un momento en aquella palabra. Tiempo. Arrellanado en la cama de su habitación, con un batín morado al que ya le hacía falta limpieza, pensó que ni siquiera en una simulación servía para ser feliz. Luego puso la mente en blanco, y esperó pacientemente el sonido de las sirenas.

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* «Marcus Bulligan» es una deformación del nombre Buck Mulligan, el variopinto estudiante de medicina que vive junto a Stephen Dédalus —trasunto de juventud del autor— en la Torre martello (actualmente convertida en museo y llamada «Torre de James Joyce»), al principio de la novela «Ulises».

** Tanto Greenwich Avenue como Waverly Place 2 son, además de lugares reales en Nueva York, los títulos de sendos poemas del escritor español José María Fonollosa.

*** «Erin» es la deidad femenina epónima de Irlanda.

**** «Albión» es el nombre más antiguo de Gran Bretaña.

A modo de [brevísimo] epílogo

Escribí este cuento ligeramente inspirado por la temática de lo que suele conocerse como ciencia ficción de anticipación, específicamente por libros como «Kentukis» de Samanta Schweblin o «No somos cazafantasmas» de Juan Manuel Robles, que recuerdan en cierta medida a capítulos de la serie «Black Mirror», con la que han sido comparados. Sin embargo, mi objetivo va más en tono con la novela argentina; mi intención fue la de usar el leitmotiv como una suerte de McGuffin o recurso diegético que utilizado como una vía para mover la trama, sirva de excusa para el subtexto que es en realidad el centro (como le diría Pamuk) del relato: la miseria del personaje principal. Marcus es un personaje desarraigado y solitario, que se contrasta con el enérgico del inicio del cuento, que es solo ficción —dentro de la ficción—, un perfil de sí mismo, en términos del relato. Con desidia por su propia persona, tirado al abandono, cuya mente solo es motivada por las fantasías que se cuenta (y que ahora trata de vivir), donde Erin representa el símbolo de sus anhelos más profundos. El nombre para las «Anticiteras» está basado en una computadora analógica conocida como «Mecanismo de Anticitera», que fue encontrada (de un naufragio) a principios del siglo XX en la isla homónima ubicada en Grecia. Lo sosrprendente del hallazgo es su anacronía a los ojos de la historia conocida hasta ese momento, puesto que fue diseñada entre los siglos II y III de nuestra era, pero la humanidad no volvió a conocer una tecnología así —que se perdió en algún punto— hasta la aparición de los relojes astronómicos durante el Renacimiento.

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